domingo, abril 04, 2010

Precipicios

Estás en uno de esos días, donde te pararías al borde de un precipicio y tendrías el valor de tirarte a volar. Por el contrario, quizás es uno de esos días donde el precipicio tiene pocos metros de fondo y, en realidad, sólo se trata de enfrentar tu miedo a las alturas; traes una soga de miedo amarrada a la cintura y “purititas” ganas de tirarte a llorar porque amas el suelo y no quieres dar un paso en falso.

Cuando nos detenemos frente a esos precipicios y la soga es todo aquello que nos detiene, todo se complica. Nuestro suelo no es más que el día a día, la constancia, el status quo, lo cotidiano, lo mismo, lo de siempre. ¡Cuántas ganas de correr y dejar todo eso atrás! ¡Cuánto miedo de permanecer en ese suelo! Quizás, siempre deberíamos de tener el valor para saltar cuando es debido…nunca llorar. Porque a veces, esos golpes contra precipicios tan bajitos no hacen otra cosa que liberarnos de las ganas de separar las puntas del suelo y dedicarnos a volar.

Yo, ¿Cuántas veces he brincado? ¿Tú? No sé, tal vez siempre me han aventado.

1 Comments:

Blogger Els said...

Vamos a pecar con las honestidades. Vamos a decir, por ejemplo, tengo miedo (juro que algo en el mundo se ha roto, la cuerda de un violín, el sueño de una libélula). El orgullo, la soga que nos impide correr hacia el golpe, aturdirnos con el dolor de tierra y suelo. Estamos atados de tantas cosas que a veces parece que más que cadenas tenemos excusas, y un falso precipicio, y miedo. Vamos a decir que tenemos ganas de tirarnos pero la soga, pero el piso, pero la muerte.

¿Podremos vivir el resto de la vida sabiendo lo que se siente despegar los pies del suelo? ¿Qué hacer con la adictiva sensación de vuelo? Saltar una vez es tener que saltar todas las veces. Quizá ese sea la objeción más grande, la ambrosía que nos tiene borrachos de abismos inexistentes.

Sin embargo, arrastramos los pies hasta el borde, asomamos nuestras cabezas obtusas, miramos a todos lados para ver si alguien tiene la suficiente saña; esperamos un acto de mala fe que opere como milagro.

Un día soñé que estaba en la orilla de un acantilado. Un día soñé que tenía que brincar y no podía. Tenía miedo, lloraba. No puedo, no puedo. Y tú estabas ahí y yo te decía que no podía hacerlo y me abrazabas y llorabas conmigo y yo me sentía a salvo y la vuelta al hogar era cierta. Y en esa calma imposible, me empujaste al abismo.

Debí darme cuenta entonces que yo sabía soñar metáforas.

6:15 p.m.  

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